Ella y yo.




La Luna yacía plena en un cielo negro.
Grande, redonda, brillante…
Tan hermosa. Quedaba anonadada mirándola.
Me absorbía aquel fulgor, como a los mosquitos que invaden las farolas nocturnas del verano…
Me ofrecía tanto con tan poco, que no tenia ojos para otra estrella, ni para otro brillo que surgiera a su alrededor.
Por el día, a veces, conseguía divisarla en el azul celeste del despejado cielo. Llamando la atención tanto por el día como por la noche.
Pero solo quería quedarme absorta mirándola, solas ella y yo. Mirarla hasta que mis ojos no soportaran el peso de mis parpados y entonces cayeran por su propio peso ofreciéndomela como última visión antes de la entrada “en coma” en el que me sumía todas las noches que podía.
Y entonces cayo una lagrima. Pero los lloros ya no eran una opción.
El frio de la noche con su brisa acompañante, rodeaban mi cuerpo, lo recorrían entero moviendo la ropa que me cubria, colándose entre ellas para llegar a mi piel y erizarla.
La corriente viajaba de abajo arriba comenzando entre los dedos de los pies, subiendo por las piernas, vientre, brazos, pecho y cara. Terminaba arremolinándome el pelo, y poniéndolo por encima de la visión de mi ojos, tapándome discontinuamente  al astro.
Solo en ese momento de roce nocturno, en la cara y en el pelo, pude cerrar los ojos. Y bajo su luz sucumbí al sueño y la fatiga. Mi cuerpo se desplomó y caí desde el tejado a las profundidades del coma somnoliento.

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