El titulo está al final




Todos los días se levantaba bien pronto, para que su madre no le dijera nada,bien sabía todo el mundo que necesitaba ese trabajo.


Las 6 de la mañana solía ser su hora normalmente. Desayunaba un café con galletas y paseaba a su perro. Macho, un perro macho, era el que más le había durado de su vida. Siempre que adoptaba un macho solía dormir para siempre antes de tener un año.


Lo único que le encantaba de madrugar era el olor a humedad de la tierra, mientras paseaba a su perro, el frío que se colaba por todas partes, llevara, o no, ropa para cubrir su cuerpo, y la tenue luz del sol, que se colaba con un rojo y naranja intenso entre los edificios cuando iba de camino al trabajo.


En el metro se ponía los cascos, con la música bien alta, no quería que ninguna persona le molestara, no era muy buena compañía hasta hora y media después de haberse tomado el café. Y ahí ya empezaba su trabajo.


Vio a un chico moreno, alto, que apestaba a un metro de distancia a tabaco, sentado a la derecha de su camino hasta el final del vagón y con un movimiento rápido, casi imperceptible, como si con un traqueteo del tren perdiera un poco el equilibrio, le tocó la rodilla.


Ya estaba hecho. Su lista empezaba, su trabajo también.
El chico, que no había levantado la mirada del teléfono móvil con el que jugaba, empezó a carraspear y a tocarse la garganta con la mano. Empezó a toser levemente, como para que nadie le oyera y ella pasó de largo y siguió caminando, como si no fuese con ella la cosa.


Ella se colocó en una de las puertas del tren vigilando de reojo al chico, que no paraba de carraspear y toser, cada vez más fuerte.


Cuando el chico salió en su parada, ella vio que en el pañuelo con el que se tapaba la boca, estaba manchado de motitas de sangre, él miró el pañuelo y con disimulo lo plegó lo más rápido que pudo y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, para que nadie lo viese, mientras caminaba hacia la salida de la estación. Ella observó todo y cuando el tren volvió a ponerse en marcha, giró la cara y se concentró en su música.


“Próxima estación … Esperanza” escuchaba por un hilillo de voz entre su potente música. Era su parada y salió junto con un montón de gente. Se recordaba a un rebaño.


Caminó por las calles de aquel barrio, hasta que llegó donde debía. Aquel edificio nuevo, tan moderno, tan alto, que aún estaba por terminar. Se coló por debajo de la valla que aún rodeaba el edificio, y entró por la puerta principal. Subió por las escaleras de mármol hasta el último piso, en el que aún no había paredes y allí el contrato a su siguiente contacto.


Era un señor de 45 años, sudamericano, no muy alto, que estaba preparando una pastera de cemento, al lado de una pila de ladrillos.
Con la música reggaeton tan alta que tapaba el sonido de la música de sus cascos. Ella decidió quitárselos, y seguir observando sus movimientos. El ni la notó, y siguió su trabajo poniendo cemento a los ladrillos y colocándolos para hacer una pared, mientras cantaba “ Sin tu amor no puedo vivir, my love, my love, perdóname ….”.  Y fue acercándose hacia el borde del suelo para observar lo bien alineada que estaba su nueva pared.


Mientras volvía a por más cemento y unos cuantos ladrillos más, ella se acercó a él, y observó que en aquella obra seguía sin haber medidas de seguridad: ningún arnés, ninguna barandilla en el balcón, sin guantes, sin gafas, sin casco. Solo una cuerda, con un gancho en una polea, con la que subía los sacos de cemento, arena y cal…


El obrero se acercó al borde, cargado con una pila de ladrillos, para continuar con su hermosa pared. Ella fue justo detrás de él, y otro suave movimiento de pierna colocó su pie en la trayectoria del obrero. Este tropezó, haciendo volar los ladrillos por los aires, y cayendo por el balcón, con tal mala suerte que en su trayecto hacia el suelo se enganchó la cuerda de la polea alrededor de su cuello y terminó ahorcado a la vista de todos los viandantes.


Colgado como un jamón, así se quedó, dando vueltas sobre sí mismo, mientras la gente de abajo señalaba hacia arriba con los dedos índice, y chillaban como ratas en peligro. Ella se asomó por el balcón y lo observó todo desde las alturas. Volvió a ponerse sus cascos, se dió media vuelta y comenzó a bajar las escaleras, por donde había venido. Salió del edificio y continuó andando de camino hacia las afueras, donde recogería a su próximo acompañante.


Hoy iba todo de maravilla, rodado. Pocas veces los días le iban tan rodados. Con una sonrisa pícara en la cara llegó a su último destino a media tarde. Al hospital.


Tenía hambre, no había comido nada en todo el día. Subió a la 7 planta y cogió un sándwich de la máquina de la sala de espera donde casi nunca había gente. No era gran cosa. “Bueno nada se podía comparar con un sándwich preparado por la madre de una, pero ese día había salido demasiado rápido de casa y no le había dado tiempo a prepararse nada”, pensaba mientras se comía aquello que se hacía llamar delicious. Tomó un zumo de melocotón para poder tragarlo y de postre un café capuchino. Este sí estaba delicioso.


Paseó desde la primera a la última planta. Un par de infartos, una muerte súbita, una insuficiencia respiratoria. Todo normal. Pasó por la planta de maternidad para terminar con buen sabor de boca,y cuando llegó a la habitación 606, se detuvo tras pasar la puerta, se giró y al mirar dentro vio a una mujer pelirroja de pelo rizado y muy largo, chillando de manera desgarradora, ella se preguntaba cómo era posible aquello, ella no estaba en su lista, ya la había tachado toda…
Una chica que había a su lado le cogía la mano y le daba ánimos para que siguiera empujando.


Los gritos eran tan fuertes que se quitó los cascos para saborear el momento en el que después de tanto dolor, viniera la felicidad.


Pero no fué así. Algo tocó su espalda y cuando se giró vió un papel donde estaba el nombre de la madre y del hijo. No le impresionó, nada lo hacía, estaba vacía, un extra de última hora, y así tendría más horas libres, pero consideró que era una tremendisima putada.


¿Qué le pasaba al personal de la planta? ¿Por qué no iban a por ella?¿ porqué no la ayudaban? Ella se puso junto a la mujer pelirroja y comenzó a susurrarle “tu puedes, tu puedes,...”  
La mujer chillaba, la acompañante le daba ánimo mientras pedía ayuda a gritos y nadie le contestaba. Ella fue hacia el control de enfermería y golpeó la mesa donde estaba toda la merienda con la que las enfermeras disfrutaban a puerta cerrada. Y los pastelitos volaron por los aires, hasta caer en el suelo. Todas las enfermeras callaron, se miraron unas a otras y salieron corriendo del control al escuchar los gritos de la mujer pelirroja.


Ella fue a la habitación, y volvió a dar ánimos a la pelirroja mientras la acompañante se hundía entre lágrimas al no poder ayudarla.
Todo un séquito de enfermeras corriendo como hormiguitas, por la planta buscando al doctor y sin saber que hacer, pero ella seguía ahí, “tu puedes,...” La mujer cada vez estaba más cansada, ella no quería tocarla aún, pero no quedó más remedio. Se puso los guantes que le había regalado su madre de punto y toco la barriga de la mujer con suaves movimientos circulares, el niño estaba a punto de ahogarse con el cordón umbilical, entonces le preguntó a la madre en uno de los susurros “¿quieres que viva o vivir tu?”, “¡QUE VIVA ÉL!” Contestó sin dudar. “La vida duele, lo siento”.


Entonces ella se apoyó en la parte de más arriba de la barriga y con un movimiento firme y fuerte, pegó un empujón con el que el niño desgarró el interior de la madre y consiguió salir. La madre pelirroja dio un chillido fuerte y seco, como nunca lo había hecho, y cayó rendida en la cama. Ella, con los guantes puestos, cogió al niño y lo posó sobre el pecho de la madre. Y no importó nada más.


La acompañante lloraba, de impotencia, las enfermeras, seguían entrando y saliendo sin explicarse qué pasaba realmente en aquella habitación, y el niño aún algo azulado empezó a llorar porque en sus pulmones había entrado oxígeno por primera vez.
La madre sonrió y abrazó a su hijo. “Es la hora” le susurró una última vez ella a la madre, se quitó los guantes y acarició la mejilla de la madre, mientras con la otra mano acarició parte del pecho que dejó libre el niño y extrajo su alma, y la dejó caer sobre el recién nacido. “Así siempre estará a tu lado”.


Las enfermeras secaron y vistieron al niño, y la acompañante de la madre asumió su destino de nueva madre.


Y ella volvió a ponerse sus cascos para dirigirse a casa de nuevo, y cenar con la madre que tanto amaba, la que le dió la vida, aunque ella se dedicará a quitarlas.


La Mort.

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